Oscar Roldán-Alzate-Curador '

Dialogar, danzar, pintar

José Horacio Martínez es antes que nada, pintor; uno tan único y extraño como los pocos que de manera honesta persisten en la osadía de hacer arte como los primeros hombres. Es del tipo de pintor que se descalza para sentir con las plantas de sus pies el suelo y la tela y los pigmentos entre sus dedos. Conoce la sensación agónica de los amarillos, la pletórica deseante del oro, y la fría calma de los azules y celestes: cada color tiene su temperatura y su calor. 

Este pintor es un ser de carne y hueso, deseo y razón que desborda humanidad. Precisa de todo su cuerpo para danzar, a la vez que pinta, para ejecutar su faena, asunto innato que no logró olvidar —como tristemente nos pasa a los demás—, pues aunque camina erguido, gatear es la manera más segura que conoce de desplazarse en el espacio para relacionarse con las formas que intuitivamente recrea.

Dicen que uno es aquello que no es capaz de dejar de hacer, y Martínez es pintor porque sencillamente no logra parar de hacerlo; se sabe en el color y en su astucia al transformarse en mancha; la misma que, con la línea, da contorno a sus accidentes: azarosas apariciones que estructuran su pensamiento, que combina hábilmente con la música, la literatura, la filosofía, la cocina y la danza; la misma que acompasa el movimiento de su cuerpo al ejecutar las maniobras que obran el milagro: la pintura, el espejo que nos deja ver la cara pintada con todos los dioses y demonios.

De ancestro negro, indígena y blanco, este artista vallecaucano bebe de la fuente nutricia del conocimiento que ha forjado el crisol americano. Credos nativos de las tres Américas se sumaron, cinco centurias atrás, a los judeocristianos y a la magara africana, para ampliar el repertorio de posibles respuestas a los ya desgastados misterios que ha enfrentado la humanidad y que, en sus pinturas, lleva al ensayo nuestro artista, como lo hace el tratante, transformándolos en maneras de ser y entender el mundo. 

En su trabajo, la lógica de las ciencias se sintoniza con la ética de la filosofía y la estética del arte, para reconocer en las múltiples historias de la Historia un asunto determinante: cuando hablamos de gentes, hablamos de una sola raza: la humana, la única especie capaz de poetizar su existencia a través del símbolo. 

Los colores de las pieles y los cabellos de las personas que habitaron las riberas y dieron nombre a los ríos Nilo, Amarillo, Volga, Yukón, Éufrates, Amazonas, Waikato, Ganges o el Río de la Plata no son más que filtros maravillosos para ver matizadas la bóveda celeste y los diversos cielos luminosos que se tiñen con el color de las montañas al ocaso del sol, y esto lo tiene sumamente claro Martínez en su trasegar; ronda y ronda los hechos acaecidos para aprehender de ellos y, con ellos, l enseñarnos secretos de un futuro cercano.

Un pensamiento universal se guarda tras cada lienzo. Todos ellos se conectan entre sí, pues José Horacio ha ejecutado la misma pintura desde siempre, sea esta sobre un pedazo irregular de papel, o sobre las asombrosas telas que triplican su estatura. Su obra es símil de la del filósofo o el científico. Pinta como quien formula un tratado que da explicaciones y plantea cuestiones trascendentes. 

Su quehacer indica que para ser tratante-pintor se debe ser, ante todo, un rebelde, un quijote, un chamán, pues hacer pinturas es equivalente a hacer espejos que reflejan la realidad. Martínez piensa con pintura, se ha sujetado a su alma, usa la materialidad del medio y acude a su plasticidad y contundencia para transparentar su potencia y hondura.